Capítulo 1
Al principio tampoco fue maravilloso
Si tu ex te dice que no vas a encontrar a nadie como él, dile que esa es la idea. Seguro que lo habéis oído. Yo siempre quise usar esa frase para romper con Rafa. Me imaginaba saliendo de la habitación, con un golpe de melena, dejándolo con dos palmos de narices. Pero por alguna extraña razón, cuando discutíamos y él me decía que no iba a encontrar otro como él en la vida, en lugar de decirle, “a Dios gracias”, solo me salía sollozar
“por favor, no me dejes”. Así de
patético como suena.
Rafa y yo
habíamos cortado como unas cien o ciento cincuenta veces, las mismas que yo
había salido corriendo detrás de él para suplicarle que volviera, que sin él me
moría, o algo incluso peor. Os podéis imaginar que lo del amor propio y el
orgullo no era lo mío. Para nada. Lo mío, más bien, era dar gracias al cielo
cada día por la inmensa suerte que tenía de estar con alguien como él, guapo,
simpático, con dinero, muy popular... demasiado popular, diría yo, qué
cabronazo.
El caso es
que me gustaría poder decir que al principio todo era maravilloso, pero que la
cosa se fue enfriando, pero qué va. Desde el principio todo fue una puta
mierda. Supongo que debí escuchar a mi hermana...
— Ada, por favor,
ni se te ocurra liarte con Rafa, ni de coña.
— Claro, porque tú
lo digas.
— No, Ada, porque yo lo digo, no. Porque es un
capullo integral y te va a joder la vida. Hazme caso.
Pero no se
lo hice y aunque me duela en el alma reconocerlo, tenía razón. Todos tenían
razón. Y así pasaron ocho años de peleas, llantos, discusiones sin sentido, por
motivos tan peregrinos como el hecho de que yo solo había comprado cocacola light para comer, sabiendo que a él no le gustaba –
discusión que acabó con la cocacola
estampada en la pared, por cierto –, cuernos, muchos cuernos, de los que tuve
noticia mucho después y muchas rupturas que siempre acababan conmigo suplicando
que no me dejara.
Sin
embargo, aquel día, agachada en el suelo, mientras recogía mis cedés de la estantería, sabía que esta
ruptura no era una más. En primer lugar, había sido yo la que lo había mandado
a la mierda, que vale que ya lo había hecho otras veces, pero esta vez iba en
serio. No, no, en serio lo digo. Además, se lo había dicho a todo el mundo, incluidos
mis padres, lo cual, sin ninguna duda, le otorgaba a aquella ruptura en
concreto la categoría de punto de no retorno.
En otras ocasiones en las que la movida había sido tan fuerte como
para decir “ahí te quedas”, yo había
recogido mis cosas con parsimonia, despacio, mirándolo a cada segundo hasta ver
en él alguna señal que me indicase que ya podía ir a implorar perdón, a decirle
que lo podíamos arreglar, prometiéndome a mí misma que todo iba a ser distinto
esta vez.
En esta ocasión yo iba a toda pastilla, con la única precaución de no
coger ninguno de sus cedés que tanto
odiaba. Si algo no le perdonaré en la vida a Rafa, además de todos los
desprecios, humillaciones y putadas en general que me hizo, es haber estado
tanto tiempo sin poder escuchar a Queen. En serio, era oír una canción y
ponerme enferma. No es por rencor ni nada de eso, es por pura vergüenza ajena.
Si lo hubierais visto hablar de Freddie Mercury como si fuera, yo qué sé, su
hermano mayor...
Freddie nació con cuatro pares de incisivos. El
cabecero de la cama de Freddie era un piano, para poder componer si se
despertaba por la noche. Freddie no era inglés, era de Zanzíbar, aunque se crio
en la India. Fridi ni iri inglissss...
Uf, es que
es recordarlo y me pongo mala. Pero lo peor, lo que hizo que durante años no
pudiera escuchar Bohemian Rhapsody sin
ganas de arrancarme las orejas era, sin duda, recordar a Rafa imitando a
Freddie Mercury, poniendo voces, caras, copiando sus movimientos... No había
comida de amigos, cena con compañeros de trabajo o evento random en el que no se arrancase a cantar e hiciese corrillo a su
alrededor. De verdad, Tierra, trágame y escúpeme en Australia.
Pero no,
esta vez no había vuelta atrás, ni arrepentimientos, esta vez iba en serio, no
había duda. Tenía prisa por salir de esa casa, tenía prisa por recoger todas
mis cosas y pegar un portazo y no tenía ningún interés en que Rafa me mirase
para indicarme que ya podía ir a suplicarle, porque esta vez era la definitiva.
Bueno, para
ser sincera, también tenía prisa porque en un par de horas había quedado con
Gonzalo, lo cual no dejaba de ser tremendamente irónico, porque yo no había
quedado con Gonzalo para llorar por mi ruptura, yo había quedado con Gonzalo
para comer y echar un polvo, así de claro te lo digo, y no necesariamente en
ese orden. Dios, cómo lo deseaba. Era irónico porque Rafa, como todo terrorista
psicológico que se precie, era enfermizamente celoso. Tenía celos de todo y
todos, fundamentalmente porque era imbécil. Y un hijoputa, mira lo que te digo, porque hace falta ser imbécil e hijoputa para decirle a tu novia que su
primo, que se ha criado con ella, le mira las tetas y se pone cachondo. Señor,
qué asco...
Rafa tenía
celos hasta de las bragas que llevaba; me la había liado por abrazar a Pablo,
un compañero de la universidad al que hacía siglos que no veía, un día que nos
encontramos en el teatro; me montó un pollo espectacular porque, según él, iba demasiado maquillada para ir a trabajar
y me acusó de estar detrás de mi jefe de departamento – casado y con cinco
hijos, del Opus, ojocuidao – ya que
siguiendo su lógica enfermiza, “llevar
tanga a la oficina es ir buscando guerra”.
Con todo,
no sabía de la existencia de Gonzalo, porque Gonzalo era algo solo mío y yo me
había ocupado de mantenerlo fuera de sus desvaríos. Habíamos mantenido el
contacto desde antes del inicio de mi relación con Rafa, aunque luego dejamos
de escribirnos. Pero unos seis meses antes de romper con Rafa, la casualidad
hizo que nos escribiéramos de nuevo. Los correos entre Gonzalo y yo habían ido
subiendo de intensidad a medida que pasaban las semanas y los meses, hasta que
quedar con Gonzalo se convirtió en una obsesión para mí. Hubo noches en las que
no me pude dormir hasta bien entrada la madrugada por miedo a hablar en sueños
de él, o incluso, decir su nombre.
Yo tenía
claro que no era buena idea ver a Gonzalo a escondidas de Rafa, principalmente
porque me aterraba la idea de que pudiera enterarse y ensuciar nuestra historia
con una movida de las suyas. Pero por encima de todo, porque yo sabía que
cuando viera a Gonzalo se me iban a caer las bragas al suelo y que, a poco pie
que él diera, nos íbamos a acostar, segurísimo.
Durante
esos meses previos a mi reencuentro con Gonzalo, me encontraba en un constante
estado de ansiedad. No podía quitármelo de la cabeza ni de día, ni de noche, y
una desazón profunda me invadía cuando abría los ojos por la mañana y era la
cara de Rafa la que veía. Todo esto, creo yo, me hizo darme cuenta de que a mí
ya no me merecía la pena tener que buscar excusas para salir de casa, no me
merecía la pena aguantarme las ganas que tenía de ver a Gonzalo, ni me merecía
la pena reprimir las fantasías en las que él era el protagonista, porque las
ganas que tenía de irme a la cama con Gonzalo no se debían solamente a que
fuera el puto tío-perfecto-rubio-de-ojos-azules más guapo que había visto en mi
vida. Las ganas que tenía de meterme en la cama con Gonzalo eran directamente
proporcionales a las ganas que tenía de salir de la cama, de la casa y de la
vida de Rafa.
Acabé de
recoger, me incorporé y cerré la mochila. Miré a mi alrededor y sentí una
punzada de pena y de tristeza al ver por última vez aquella casa. Recordé el
día que fuimos a alquilarla. Rafa venía directamente de algún bar; al menos
había pasado a ducharse, pero seguía oliendo a gintonic que tiraba para atrás. La noche antes habíamos salido a
cenar para celebrar que habíamos encontrado una casa con el alquiler tirado de
precio; lo que yo no sabía que a esa celebración también estaban invitados sus
amigos, con los que, por lo visto, se fue a tomar la penúltima y la última – y
la de después de la última –mientras que yo ya estaba en casa de mis padres
durmiendo. Recordé el día que fuimos a comprar los muebles para el salón, que
estaba sin amueblar; ese día fuimos felices y yo creí por unos días que
realmente todo se iba a arreglar, que era cierto que el ambiente que se
respiraba en casa de su madre, de permanente luto desde que murió su padre, era
lo que le hacía perder los nervios de vez en cuando.
Aquello
únicamente fue un espejismo como otros tantos, un trampantojo de la que fue mi
realidad, que solo sirvió para enmascararla durante unos meses más. Es triste
no ser capaz de recordar un solo momento de felicidad plena que le dé sentido a
aquellos ocho años de mi vida. Ni un puto momento. Sinceramente, durante el
tiempo que duró mi relación con Rafa yo creí ser feliz de vez en cuando;
teníamos nuestras discusiones y nuestros problemas como todas las parejas, pero
éramos felices. Qué equivocada
estaba. Es increíble cómo un terrorista emocional te puede convencer de que eso
que vives, es lo mejor a lo que puedes aspirar. Cómo puede hacerte creer a pies
juntillas y sin lugar para la duda, que la vida es eso y que los demás, los que
parecen ser perfectos, tienen su mierda de puertas para adentro, como la
teníamos nosotros. Pero la verdad es que las parejas que se quieren y se
respetan no dejan de hablarse dos días, porque te has quedado sin batería
mientras que estabas de compras con tu madre. En las relaciones de pareja
normales no es necesario ocultarle a tu novio que vas a tomar café con una
amiga para que no te eche en cara que estás robando tiempo a vuestra relación.
En las demás parejas, uno no hace sentir al otro una puta mierda.
En ese
momento, Rafa levantó la vista de la pantalla de su móvil, me miró, bajó la
mirada de nuevo y, antes de hablar, siguió trasteando, probablemente jugando al
póker, durante unos segundos que a mí me parecieron horas.
— Espero que no hayas cogido ninguno de mis cedés. Hay algunos que son de
coleccionista —dijo sin levantar la vista del móvil, mientras
asomaba en su cara un gesto de fastidio. Habría perdido la partida.
— No te preocupes, no quiero ninguno de tus cedés de mierda. De hecho, no quiero
nada tuyo.
— Hum... ¿te vas ya o estás esperando algo? —esta
vez sí levantó la mirada para escanearme de arriba abajo.
— No, no espero ya nada de ti. Me voy ya mismo.
De hecho, tengo prisa. He quedado —tenía la sensación de que las palabras
salían de mi boca sin pasar por mi cerebro.
— ¿Sí? Que te vas, ¿a llorarle a la puta de tu
amiga Virginia?
— Pues mira, concretamente no. Concretamente para
llorar no he quedado —ojalá en aquel momento hubiera
encontrado el valor para decirle que me iba a follarme a otro.
— Qué fantasía tienes, hija, de verdad. Qué sola
te vas a quedar en la vida y qué hostia te vas a dar el día que te des cuenta
de que has perdido al único tío que tiene los cojones de aguantarte —lo soltó
sin apenas mirarme, como si estuviera convencido de que volvería a verme
pronto.
— Vale, Rafa, muy bien —musité, masticando mis
palabras.
— Ya volverás, ya. Cuando veas que ni tu padre te
mira, ya volverás llorando, como siempre.
— Rafa, eres imbécil y me das mucha pena —notaba
cómo la rabia me subía por la garganta.
— ¿Que te doy pena? Mira que eres ridícula.
— No, ¿sabes lo que es ridículo? Lo ridículo es
que te hayas pasado ocho años amargándote con la idea de que pudiera ponerte
los cuernos, pensando que podría meterme en la cama con cualquier amigo,
compañero de trabajo u hombre en general que se cruzase en mi camino y que
durante todo ese tiempo yo haya sido incapaz de mirar a nadie más. Y que
precisamente hoy me digas que me voy a quedar más sola que la una, pues mira,
me da la risa.
— ¿...? —me miró con gesto de no entender nada,
como si le estuviera hablando de una persona a la que no conociese.
— Rafa, mira, vamos a dejarlo aquí, en serio,
deja que esto acabe con la dignidad que no ha tenido en todo este tiempo —yo
solo quería salir de allí, corriendo, si era preciso.
— Como si tú supieras lo que es la dignidad...
— Adiós, Rafa, me voy. Aquí dejo las llaves. Creo
que no me dejo nada, pero si encuentras algo mío, tíralo.
— Si te vas, no vuelvas.
— No, si esa es la idea —¡Sí! ¡Por fin!
Y así acabó
todo. Ya no más discusiones por ir demasiado maquillada. Ya no más sudores
fríos al recibir un SMS con el texto “llamada
perdida de RAFA”. Ya no más sentir el corazón en la boca cuando algún amigo
se acercaba a saludarme mientras estábamos de copas. Si soy sincera, sentí
cierto vértigo al cerrar la puerta de la que había sido mi casa los últimos
años y tuve miedo de que mientras que esperaba el ascensor, esa puerta se
abriese. Las piernas me temblaban. Gracias al cielo, la puerta no se abrió y
horas después las piernas también me temblarían, pero por motivos bien
diferentes...