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miércoles, 28 de noviembre de 2018

Nosotros, en singular, se dice tú y yo


Capítulo 1
Al principio tampoco fue maravilloso

        Si tu ex te dice que no vas a encontrar a nadie como él, dile que esa es la idea. Seguro que lo habéis oído. Yo siempre quise usar esa frase para romper con Rafa. Me imaginaba saliendo de la habitación, con un golpe de melena, dejándolo con dos palmos de narices. Pero por alguna extraña razón, cuando discutíamos y él me decía que no iba a encontrar otro como él en la vida, en lugar de decirle, “a Dios gracias”, solo me salía sollozar “por favor, no me dejes”. Así de patético como suena. 
       Rafa y yo habíamos cortado como unas cien o ciento cincuenta veces, las mismas que yo había salido corriendo detrás de él para suplicarle que volviera, que sin él me moría, o algo incluso peor. Os podéis imaginar que lo del amor propio y el orgullo no era lo mío. Para nada. Lo mío, más bien, era dar gracias al cielo cada día por la inmensa suerte que tenía de estar con alguien como él, guapo, simpático, con dinero, muy popular... demasiado popular, diría yo, qué cabronazo.
       El caso es que me gustaría poder decir que al principio todo era maravilloso, pero que la cosa se fue enfriando, pero qué va. Desde el principio todo fue una puta mierda. Supongo que debí escuchar a mi hermana...
— Ada, por favor, ni se te ocurra liarte con Rafa, ni de coña.
— Claro, porque tú lo digas.
— No, Ada, porque yo lo digo, no. Porque es un capullo integral y te va a joder la vida. Hazme caso.
Pero no se lo hice y aunque me duela en el alma reconocerlo, tenía razón. Todos tenían razón. Y así pasaron ocho años de peleas, llantos, discusiones sin sentido, por motivos tan peregrinos como el hecho de que yo solo había comprado cocacola light para comer, sabiendo que a él no le gustaba – discusión que acabó con la cocacola estampada en la pared, por cierto –, cuernos, muchos cuernos, de los que tuve noticia mucho después y muchas rupturas que siempre acababan conmigo suplicando que no me dejara. 
Sin embargo, aquel día, agachada en el suelo, mientras recogía mis cedés de la estantería, sabía que esta ruptura no era una más. En primer lugar, había sido yo la que lo había mandado a la mierda, que vale que ya lo había hecho otras veces, pero esta vez iba en serio. No, no, en serio lo digo. Además, se lo había dicho a todo el mundo, incluidos mis padres, lo cual, sin ninguna duda, le otorgaba a aquella ruptura en concreto la categoría de punto de no retorno.
En otras ocasiones en las que la movida había sido tan fuerte como para decir “ahí te quedas”, yo había recogido mis cosas con parsimonia, despacio, mirándolo a cada segundo hasta ver en él alguna señal que me indicase que ya podía ir a implorar perdón, a decirle que lo podíamos arreglar, prometiéndome a mí misma que todo iba a ser distinto esta vez.
En esta ocasión yo iba a toda pastilla, con la única precaución de no coger ninguno de sus cedés que tanto odiaba. Si algo no le perdonaré en la vida a Rafa, además de todos los desprecios, humillaciones y putadas en general que me hizo, es haber estado tanto tiempo sin poder escuchar a Queen. En serio, era oír una canción y ponerme enferma. No es por rencor ni nada de eso, es por pura vergüenza ajena. Si lo hubierais visto hablar de Freddie Mercury como si fuera, yo qué sé, su hermano mayor...
Freddie nació con cuatro pares de incisivos. El cabecero de la cama de Freddie era un piano, para poder componer si se despertaba por la noche. Freddie no era inglés, era de Zanzíbar, aunque se crio en la India. Fridi ni iri inglissss...
Uf, es que es recordarlo y me pongo mala. Pero lo peor, lo que hizo que durante años no pudiera escuchar Bohemian Rhapsody sin ganas de arrancarme las orejas era, sin duda, recordar a Rafa imitando a Freddie Mercury, poniendo voces, caras, copiando sus movimientos... No había comida de amigos, cena con compañeros de trabajo o evento random en el que no se arrancase a cantar e hiciese corrillo a su alrededor. De verdad, Tierra, trágame y escúpeme en Australia.
Pero no, esta vez no había vuelta atrás, ni arrepentimientos, esta vez iba en serio, no había duda. Tenía prisa por salir de esa casa, tenía prisa por recoger todas mis cosas y pegar un portazo y no tenía ningún interés en que Rafa me mirase para indicarme que ya podía ir a suplicarle, porque esta vez era la definitiva.
Bueno, para ser sincera, también tenía prisa porque en un par de horas había quedado con Gonzalo, lo cual no dejaba de ser tremendamente irónico, porque yo no había quedado con Gonzalo para llorar por mi ruptura, yo había quedado con Gonzalo para comer y echar un polvo, así de claro te lo digo, y no necesariamente en ese orden. Dios, cómo lo deseaba. Era irónico porque Rafa, como todo terrorista psicológico que se precie, era enfermizamente celoso. Tenía celos de todo y todos, fundamentalmente porque era imbécil. Y un hijoputa, mira lo que te digo, porque hace falta ser imbécil e hijoputa para decirle a tu novia que su primo, que se ha criado con ella, le mira las tetas y se pone cachondo. Señor, qué asco...
Rafa tenía celos hasta de las bragas que llevaba; me la había liado por abrazar a Pablo, un compañero de la universidad al que hacía siglos que no veía, un día que nos encontramos en el teatro; me montó un pollo espectacular porque, según él, iba demasiado maquillada para ir a trabajar y me acusó de estar detrás de mi jefe de departamento – casado y con cinco hijos, del Opus, ojocuidao – ya que siguiendo su lógica enfermiza, “llevar tanga a la oficina es ir buscando guerra”.
Con todo, no sabía de la existencia de Gonzalo, porque Gonzalo era algo solo mío y yo me había ocupado de mantenerlo fuera de sus desvaríos. Habíamos mantenido el contacto desde antes del inicio de mi relación con Rafa, aunque luego dejamos de escribirnos. Pero unos seis meses antes de romper con Rafa, la casualidad hizo que nos escribiéramos de nuevo. Los correos entre Gonzalo y yo habían ido subiendo de intensidad a medida que pasaban las semanas y los meses, hasta que quedar con Gonzalo se convirtió en una obsesión para mí. Hubo noches en las que no me pude dormir hasta bien entrada la madrugada por miedo a hablar en sueños de él, o incluso, decir su nombre.
Yo tenía claro que no era buena idea ver a Gonzalo a escondidas de Rafa, principalmente porque me aterraba la idea de que pudiera enterarse y ensuciar nuestra historia con una movida de las suyas. Pero por encima de todo, porque yo sabía que cuando viera a Gonzalo se me iban a caer las bragas al suelo y que, a poco pie que él diera, nos íbamos a acostar, segurísimo.
Durante esos meses previos a mi reencuentro con Gonzalo, me encontraba en un constante estado de ansiedad. No podía quitármelo de la cabeza ni de día, ni de noche, y una desazón profunda me invadía cuando abría los ojos por la mañana y era la cara de Rafa la que veía. Todo esto, creo yo, me hizo darme cuenta de que a mí ya no me merecía la pena tener que buscar excusas para salir de casa, no me merecía la pena aguantarme las ganas que tenía de ver a Gonzalo, ni me merecía la pena reprimir las fantasías en las que él era el protagonista, porque las ganas que tenía de irme a la cama con Gonzalo no se debían solamente a que fuera el puto tío-perfecto-rubio-de-ojos-azules más guapo que había visto en mi vida. Las ganas que tenía de meterme en la cama con Gonzalo eran directamente proporcionales a las ganas que tenía de salir de la cama, de la casa y de la vida de Rafa.
Acabé de recoger, me incorporé y cerré la mochila. Miré a mi alrededor y sentí una punzada de pena y de tristeza al ver por última vez aquella casa. Recordé el día que fuimos a alquilarla. Rafa venía directamente de algún bar; al menos había pasado a ducharse, pero seguía oliendo a gintonic que tiraba para atrás. La noche antes habíamos salido a cenar para celebrar que habíamos encontrado una casa con el alquiler tirado de precio; lo que yo no sabía que a esa celebración también estaban invitados sus amigos, con los que, por lo visto, se fue a tomar la penúltima y la última – y la de después de la última –mientras que yo ya estaba en casa de mis padres durmiendo. Recordé el día que fuimos a comprar los muebles para el salón, que estaba sin amueblar; ese día fuimos felices y yo creí por unos días que realmente todo se iba a arreglar, que era cierto que el ambiente que se respiraba en casa de su madre, de permanente luto desde que murió su padre, era lo que le hacía perder los nervios de vez en cuando.
Aquello únicamente fue un espejismo como otros tantos, un trampantojo de la que fue mi realidad, que solo sirvió para enmascararla durante unos meses más. Es triste no ser capaz de recordar un solo momento de felicidad plena que le dé sentido a aquellos ocho años de mi vida. Ni un puto momento. Sinceramente, durante el tiempo que duró mi relación con Rafa yo creí ser feliz de vez en cuando; teníamos nuestras discusiones y nuestros problemas como todas las parejas, pero éramos felices. Qué equivocada estaba. Es increíble cómo un terrorista emocional te puede convencer de que eso que vives, es lo mejor a lo que puedes aspirar. Cómo puede hacerte creer a pies juntillas y sin lugar para la duda, que la vida es eso y que los demás, los que parecen ser perfectos, tienen su mierda de puertas para adentro, como la teníamos nosotros. Pero la verdad es que las parejas que se quieren y se respetan no dejan de hablarse dos días, porque te has quedado sin batería mientras que estabas de compras con tu madre. En las relaciones de pareja normales no es necesario ocultarle a tu novio que vas a tomar café con una amiga para que no te eche en cara que estás robando tiempo a vuestra relación. En las demás parejas, uno no hace sentir al otro una puta mierda.
En ese momento, Rafa levantó la vista de la pantalla de su móvil, me miró, bajó la mirada de nuevo y, antes de hablar, siguió trasteando, probablemente jugando al póker, durante unos segundos que a mí me parecieron horas.
— Espero que no hayas cogido ninguno de mis cedés. Hay algunos que son de coleccionista —dijo sin levantar la vista del móvil, mientras asomaba en su cara un gesto de fastidio. Habría perdido la partida.
— No te preocupes, no quiero ninguno de tus cedés de mierda. De hecho, no quiero nada tuyo.
— Hum... ¿te vas ya o estás esperando algo? —esta vez sí levantó la mirada para escanearme de arriba abajo.
— No, no espero ya nada de ti. Me voy ya mismo. De hecho, tengo prisa. He quedado —tenía la sensación de que las palabras salían de mi boca sin pasar por mi cerebro.
— ¿Sí? Que te vas, ¿a llorarle a la puta de tu amiga Virginia?
— Pues mira, concretamente no. Concretamente para llorar no he quedado —ojalá en aquel momento hubiera encontrado el valor para decirle que me iba a follarme a otro.
— Qué fantasía tienes, hija, de verdad. Qué sola te vas a quedar en la vida y qué hostia te vas a dar el día que te des cuenta de que has perdido al único tío que tiene los cojones de aguantarte —lo soltó sin apenas mirarme, como si estuviera convencido de que volvería a verme pronto.
— Vale, Rafa, muy bien —musité, masticando mis palabras.
— Ya volverás, ya. Cuando veas que ni tu padre te mira, ya volverás llorando, como siempre.
— Rafa, eres imbécil y me das mucha pena —notaba cómo la rabia me subía por la garganta.
— ¿Que te doy pena? Mira que eres ridícula.
— No, ¿sabes lo que es ridículo? Lo ridículo es que te hayas pasado ocho años amargándote con la idea de que pudiera ponerte los cuernos, pensando que podría meterme en la cama con cualquier amigo, compañero de trabajo u hombre en general que se cruzase en mi camino y que durante todo ese tiempo yo haya sido incapaz de mirar a nadie más. Y que precisamente hoy me digas que me voy a quedar más sola que la una, pues mira, me da la risa.
— ¿...? —me miró con gesto de no entender nada, como si le estuviera hablando de una persona a la que no conociese.
— Rafa, mira, vamos a dejarlo aquí, en serio, deja que esto acabe con la dignidad que no ha tenido en todo este tiempo —yo solo quería salir de allí, corriendo, si era preciso.
— Como si tú supieras lo que es la dignidad...
— Adiós, Rafa, me voy. Aquí dejo las llaves. Creo que no me dejo nada, pero si encuentras algo mío, tíralo.
— Si te vas, no vuelvas.
— No, si esa es la idea —¡Sí! ¡Por fin!

Y así acabó todo. Ya no más discusiones por ir demasiado maquillada. Ya no más sudores fríos al recibir un SMS con el texto “llamada perdida de RAFA”. Ya no más sentir el corazón en la boca cuando algún amigo se acercaba a saludarme mientras estábamos de copas. Si soy sincera, sentí cierto vértigo al cerrar la puerta de la que había sido mi casa los últimos años y tuve miedo de que mientras que esperaba el ascensor, esa puerta se abriese. Las piernas me temblaban. Gracias al cielo, la puerta no se abrió y horas después las piernas también me temblarían, pero por motivos bien diferentes...
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